Lugar: 51°57′24″N 5°33′55″E
Fecha: Siglo XV-XVI
El pequeño Hans fue a nacer en una ciudad holandesa llamada Rhenen, cerca de Utrecht, y desde luego fue sin su permiso, pues si le hubiesen preguntado, seguramente se habría negado a venir a a este mundo. Su madre que tanto lo deseó, yacía a dos metro bajo tierra; su padre la enterró. Sus tres intentos de hermanos mayores que nacieron ya muertos, también fueron enterrados por su padre. Su abuelo que fue un músico- soldado alemán mutilado en la guerra de los treinta años, descansaba también en la blanda tierra gracias a su padre, y su querida abuela Nienke que fue quien lo crió hasta los ocho años, también estaba pudriéndose bajo la turba que su padre había removido y cavado. Y es que su padre, Anton Van Der Morte era el sepulturero de Rhenen. Su vida giraba enteramente alrededor de la muerte; la muerte les daba la vida , incluso como broma macabra su apellido sonaba a muerte; y por el contrario aquella vida era una muerte diaria.
El pequeño Hans estaba acostumbrado al tufo de la desomposición, al sordo ruido de la pala que cava el hueco; compartía jardín con más de 600 vecinos inertes y silenciosos. Su naturaleza calmada y retraída estaba perfectamente integrada en aquella humilde casa dentro de aquel basto cementerio. Desde pequeño, como una maestra macabra y tenaz, la muerte le había enseñado que existen pocas cosas duraderas y que la fortuna y la felicidad son efímeras, y que la negra señora se lleva a quien ella desea y cuando ella lo desea. Así que cuando Hans asistió a la escuela por unos años, a pesar del escarnio y el rechazo de sus compañeros por su aspecto taciturno de mal fario, forjó una personalidad fuerte, tranquila de gestos e inquieta de mente. Descubrió que la música y la lectura lo tranportaban más allá de su mundo mudo y estático.
Cuando regresaba a casa tras la escuela, atravesaba cortejos fúnebres, corros de plañideras y espectáculos grotescos de todo tipo; tal era el comportamiento de los seres humanos ante la pérdida. Aquello no le afectaba lo más mínimo, pues se había criado entre lapidarios, marmolistas, funerarios y todo tipo de gente relacionada con el negocio de la muerte.
Su padre era igual de retraído que él, tan solo que con los años se estaba volviendo algo más agrio. Constantemente visitaba las posadas de la ciudad para beber y charlar con la calaña noctámbula; aquel era su único vínculo placentero con el resto de humanos. Costaba no pensar que cualquiera de sus amigos con los que hoy tomaba cerveza fuerte o aguardiente, mañana podían estar en alguno de los huecos que había cavado hoy.
El pequeño Hans tampoco establecía vínculos afectivos con el resto de mortales. A su manera de entenderlo, inconscientemente, sabía que aquellos que hoy se burlaban de él, podían callar para siempre en cualquier momento en una especie de justicia demoledoramente inesperada, de igual forma que aquellos que lo pudieran amar. El pequeño observador veía pasar la vida por delante sin juzgar ni tomar partido, él bien sabía que al final no había diferencias entre pescadores, putas, emperadores o sacerdotes.
Cuando su padre se ausentaba en las tabernas, Hans se entregaba a aquello que le producía más placer: la música. Tañía el violín desgastado de su abuelo. Aprendió a tocarlo de forma autodidacta, y en secreto soñaba con vivir algún día en Utrecht y aprender música. Se dejaba llevar por su imaginación lejos de aquel jardín de sauces, cipreses y cuervos, lejos de aquella valla de hierro forjado que se cerraba con una gruesa cadena y un enorme candado cada noche; lejos del tacto de mármol frío de los ángeles y madonnas de piedra.
Cuando cumplió los 16 años su padre le regaló una capa gruesa de paño negro y un sombrero de ala ancha también negro; para los entierros de postín, decía, había que estar presentable. La ciudad de Rhenen estaba en auge comercial, con la lucha por la independencia contra los españoles hacía falta todo tipo de avituallamientos, alimentos, cerámica, madera… y su ciudad contaba con un buen muro defensivo que mandó construir un obispo en el 1346. Por aquel entonces su padre se deterioraba a marchas forzadas; su semblante demacrado y pálido cada vez estaba más cerúleo y ojeroso, y una tos cavernosa lo sacudía de noche. Un día no pudo levantarse para realizar sus encargos diarios: hablar con los picapedreros, comprar las flores para las tumbas cuyos familiares pagaban por mantenerlas bonitas, pasar con su carro y su mulo Caronte por la morgue a recoger los cuerpos amortajados y listos para ser enterrados; pasar por la oficina del alguacil a ver si había habido alguna ejecución, reyerta o muerte de algún delicuente… Así que Hans dedicó todo el día a hacer aquel trabajo penoso calladamente y con diligencia. El doctor Meijer acudió a su casa, y con expresión seria le diagnosticó la tisis (tuberculosis), le recetó varias cataplasmas y recetas para la fiebre, que bien sabía que no lo salvarían de rendirle cuentas a la de la guadaña.
Anton Van Der Morten exhaló su último suspiro tranquilamente una semana después, a estas alturas temerle a la muerte hubiera sido una insubordinación. Hans cavó el hueco, depositó la caja de madera, tapó la brecha y mandó hacer una lápida modesta y austera, como habían sido sus vidas desde que recordaba haber vivido. Las plañideras no le cobraron nada, fue un bonito gesto, ya que de su llamada dependía el sustento de las lloronas. Media ciudad acudió a dar el último adiós a aque hombre que nadie conocía bien pero todos respetaban y honraban pues era él quien les daba el trato final en su último momento. Cómo cambiaba la gente ante la presencia de la única justiciera; todos tenían palabras amables para Hans,a pesar de no haber reparado en él jamás; no fuera a ser que aquellos hombres hechos de otra pasta tuviesen algún tipo de influencia con la temida Muerte. Cuando el sacerdote terminó el responso, todos se marcharon en silencio, dejando el cementerio desierto y callado; Hans cerró la cancela con el pesado candado y se alejó por el camino con la piqueta al hombro y la pala en la otra mano. Cerró la puerta tras de sí y se sentó frente a una chimenea apagada. Desconocía cuanto tiempo se quedó suspendido en algún tiempo entre la ensoñación y la realidad. Todos daban por supuesto que él ocupase el lugar de su padre; quién si no iba a querer trabajar de enterrador. No le quedaba nadie en aquel lugar que lo atase a permanecer en aquella casa junto al camposanto. La ciudad bullía de actividad, en las grandes urbes se debía fraguar algo grande, pues atravesaban un momento histórico de grandes cambios. Hans ardía en deseos de salir de allí, pero cómo iba a ser posible, sin dinero, sin contactos, sin nada en sus manos más que muerte…. Debía pensar con calma cómo iba a planificar su futuro. En aquellos pensamientos se encontraba cuando se puso a llover con fuerza. De prontó recordó que había dejado a Caronte junto al cobertizo donde almacenaban algunos ataúdes. Cogió su capa y su sombrero para no empaparse y salió corriendo hacia donde el pobre mulo esperaba pacientemente. Lo desenganchó y lo llevó hacia el pequeño establo que tenía junto a la casa. Cuando salió de la cuadra escuchó ruidos como de pala y pico. Pero aquello no podía ser: no había nadie en aquel cementerio más que él y su mulo. Aguzó el oido y con cautela se dirigió hacia donde provenía. No sería la primera vez que algunos gamberros entraban en el camposanto y que su padre les había tenido que ahuyentar.
Observó una pequeña luz titilante entre la lluvia, cerca de un panteón de rico marmol y estatuas de arcángeles labradas finamente. Cuatro hombres fornidos y con aspecto de pocos amigos estaban cavando afanosamente. Eran ladrones de tumbas y sabían muy bien lo que iban buscando. Hans se agazapó tras una cruz de Malta intentando reconocerlos, pero no le sonaba ninguna de sus caras. En algún momento de aquel macabro espectáculo debieron llegar a los cuerpos de la familia de terratenientes, pues Hans vió como salía volando un crucifijo ornamental de un ataúd, y seguidamente uno de los tipos siniestros se embutió un sombrero de militar con graduación, haciendo bromas y pavoneándose. Lo siguiente que rodó por el suelo fue una cabeza en la que apenas quedaban los dientes y algo de cabello. Uno de los tipos se acercó a recoger aquel despojo y se percató de una silueta oscura que se había escondido tras una cruz. Soltó el cráneo de golpe y corrió hacia Hans con un cuchillo de bandido en la mano. Éste saltó como un conejo por encima de dos lápidas y mandó a sus piernas correr tan rápido como pudieran. A su espalda escuchaba los roncos gruñidos de los cuatro tipos persiguiéndole. Contaba con la ventaja de que conocía aquel cementerio palmo a palmo y confió en darles esquinazo. Se escondió en un hueco que su padre había dejado a medio cavar, echandose un monton de hojas secas y flores putrefactas encima, esperando despistar a aquellos maleantes. Pasó al menos dos horas allí tumbado entre la lluvia y el frio de la tierra, esperando que los rayos del amancer terminasen por disuadir a aquellos energúmenos y cesaran en su búsqueda, y así fue. Maltrecho, aterido, completamente empapado, se dirigió a su casa, con la certeza de que en pocas horas volverían a por él, pues había sido testigo de un delito repugnante y penado con la horca.
Quizás fue la tristeza que no se había permitido sentir por la muerte de su padre, de su madre, de sus hermanos no nacidos, de su abuela y hasta de su abuelo que nunca conoció; lo que le impulsó a hacer un acto irracional y descabellado. Bien sabía que las leyendas no son ciertas y que en la vida tan sólo hay algo seguro y es que algún día morimos; pero sin saber porqué, se echó la piqueta al hombro, desató a Caronte y se perdió en los húmedos caminos, una sombra en la noche, sin rostro, sin voz, sin identidad.