En tierras de Tormenta

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Nueva ficha de personaje de rol. Grace O'Malley

Desde pequeña estaba acostumbrada a pelearse con sus hermanos. La tercera entre cuatro varones. Sam era el mayor, se llevó todos los genes de sus antepasados irlandeses que se ganaban la vida en el campo criando ovejas: enorme, pelirrojo, cejijunto y bastante simple. Heredó el negocio que su padre había regentado hasta morir: la tintorería donde teñían las lanas para exportarlas. Sus uñas habían adquirido un color granate distintivo de su oficio. Casado con Leslie, que no podía ser más petulante, más bizca y más arpía. Podría haber tenido alguna muchacha guapa del barrio, pero su cuñada era un portento en manipulación.
El segundo, Lester, había sido el más problemático. Su afición al juego, las mujeres y los líos, les había hecho pasar muchas penurias en casa. El pago de sus deudas a veces les mandaba a la cama con el buche vacío. Pero cuando su padre enfermó rectificó su actitud y consiguió abrir una pequeña taberna en el puerto. Lo que no le contó a su padre es que organizaba timbas secretas, pero eso ya no tenía importancia ahora.
Aidan, el benjamín, heredó todro el ingenio de su abuelo materno, que fue un pionero en el negocio de la tintura textil. Aidan era algo enclenque y enfermizo, y casi nunca acompañaba a sus hermanos en sus correrías. Una casualidad hizo que se cruzase en vida Erin Watkins, la hija del alcalde. La niña se escapó de su casa y se perdió en el puerto. Unos días más tarde, Aidan la encontró sucia y hambrienta y la convenció para volver y su padre, agradecido, lo incorporó a su casa como chico de los recados. Por su ingenio y su tenacidad, se ganó el cariño de la gobernanta y el mayordomo, que acabaron enseñándole a leer y confiándole tareas de cierta importancia. A día de hoy, se ganaba el pan como ayudante de los funcionarios portuarios, llevaba y traia valijas, papeles, sacas con monedas y recados diversos; y mantenía con Erin una amistad extraña, un “quiero y no puedo” que los mantenía en un sinvivir sentimental.

Cuando nació la única hija de Finn O’Malley, creyeron que Elba, su madre, iba a morir de parto. Nació de nalgas y costó sacarla; después no rompió a llorar como los bebés suelen hacer y hubo que insuflarle aire en los pulmones. Como más de una vez le dijo su viejo : “naciste muerta, no tienes nada que perder”.

A Grace le gustaba observar como trabajaban los tintes su padre y Sam, y solía ayudar en los estudios a Aidan. Pero su hermano favorito era sin duda Lester. Cubría todas su mentiras, asumía muchas de sus culpas, y juntos habían llevado a casa muchos víveres de origen incierto cuando las propias deudas o la carestía de los malos tiempos reducían la despensa de los O’Malley. Tras la muerte de su padre, y con su madre teniendo el sustento asegurado por su hijo mayor y su nuera (hija de un comerciante de tabaco bien posicionado), Grace ayudó a su hermano Lester a levantar el negocio del puerto, que bautizaron como “La Sirena Varada”. Allí conoció a todo tipo de calaña noctámbula, jugadores, bebedores, delincuentes y putañeros de todo tipo. Pero sin duda, trabajar como sirvienta o como puta no iba con ella.

Un tal Richard Burke se cruzó en su camino; navegante consumado y de dudosa reputación, encandiló a la joven O’Malley, arrastrándola a un viaje intenso por la mitad de la costa Atlántica, con persecuciones y galernas incluidas. Tras dos años de correrías lejos de casa, regresó a su hogar huyendo de la peste y de Burke, con el que ya no tenía nada en común más que un odio frio y latente.

NAVIDAD.
Escucha aqui.

Desembarcó en el puerto, con su petate al hombro y el olor a salitre y brea pegado a la piel. Saludó a varios conocidos, tripulantes de mercantes locales, y cuando puso el pie en tierra, supo que estaba en casa.
Nada parecía haber cambiado aunque ya pasaban algunos meses de los dos largos años que no había estado en su hogar. La misma bruma mortecina que al levantarse dejaba ver aquel puerto en forma de embudo invertido, la veleta de la torre de la campana y el faro que se erguía vigilante sobre la roca desnuda del espigón; el graznido de las gaviotas, carroñeras del mar, abalanzándose sobre los desperdicios que echaban por la borda los pescadores que preparaban las cajas de pescado fresco para vender en la lonja. Aspiró con fuerza el aire de aquel lugar y su alma vibró de forma imperceptible. No sabía cuánto lo había echado de menos hasta que vadeó su costa. El ruido de la actividad portuaria unido a un empujón desconsiderado de alguien que llevaba prisa, la devolvió a la realidad. Se frotó el hombro, recogió el petate que se había desplomado sobre el mojado pavimento y se perdió entre el bullicio de las callejas del barrio costero.

Decidió que debería darse un baño antes de recalar en la taberna de su hermano. Los baños públicos los regentaba Mama K, la abreviatura de Madame Kirea, la que antaño fuera dueña de un imperio de burdeles, hoy reducidos a varios de los más populares del puerto. Mama K seguía teniendo contactos de renombre y una red de “pajarillos” que le contaban todo lo que valiese la pena saber en la ciudad. La suela de su bota se abrió del todo debido al desgaste, se apoyó un instante en una pared de madera para sopesar el alcance de los desperfectos y el tablón cedió. Grace aterrizó en el interior de una de las saunas de Mama K donde un ayudante del gobernador se daba un festín con dos rubias que estallaron a reir y a gritar ante la intromisión inesperada. El vapor había podrido la madera. Se organizó un buen revuelo y muchos transeúntes se pararon a mirar y a reir, sañalando al funcionario. El ayudante del gobernador montó en cólera y pidió la cabeza de Grace.
Las chicas la escondieron camuflandola entre ellas, pues sabían de sobra que era la hermana de Lester O’Malley, el tabernero de la Sirena Varada. En aquel local podían sentarse tranquilamente, captar clientes y hasta llevarse comisión por las copas. El sistema era sencillo: cuando el cliente las invitaba a una copa, ellas pedían “vino de Lanre” y Lester les servía agua coloreada. El cliente pagaba un vino y se repartian el importe al 50%. Cada vez que un cliente de Mama K quería jugar al poker en timbas discretas y con clase, se reunían en la Sirena Varada, en la parte de arriba, que disponía de una salida independiente. Los locales de la madame estaban muy vigilados. Asi pues, la asociación entre el pelirrojo y la antigua cortesana, era lucrativa, y las chicas de Kirea tenían en aquella taberna un lugar donde no las trataban de fulanas, sino como mujeres que estaban trabajando.

Cuando el fucionario se marchó, algo más calmado gracias a la generosidad de Mama K, que lo invitó a relajarse en otro de sus locales de forma gratuita, la madame se dirigió a Grace.
- Apestas a pescado, y eres tan fea como tu hermano. Espero que no te salga la misma barba.-
Grace rompió a reir. Mama K siempre le decía lo mismo desde que la conocía. La abrazó, aunque la mujer intentó deshacerse de ella.
- Estoy en casa!! No me estropees eso tambien, K.-
Cuando decidió seguir a Burke en busca de aventuras, Mama K le advirtió que aquel hombre no era trigo limpio. Pero ¿quién era ella para dar consejos?. La cuestión es que tenía razón. En todo. Pero es inútil vivir en el pasado. Estaba en casa y eso era lo importante. Se vistió, se compró unas botas nuevas y caminó hacia el negocio de su hermano.

Era Navidad y alguien tocaba el violín en un callejón. Dejó caer un chelín en la agujereada funda del instrumento y subió por la calle donde el cartel de madera con una sirena apostada en una playa, cromado y descolorido, pendía de sendas cadenas de metal herrumbroso. Empujó la puerta de la taberna y el bofetón de calor le golpeó en la cara. Alguien cantaba villancicos irlandeses y escoceses.
Se quedó allí en la puerta observando la escena. La gente riendo, bebiendo, charlando. Era una algarabía agradable, el olor a comida, a humanidad, la música y la felicidad decadente de aquella gente sencilla en las fechas en las que uno añora una familia y la lumbre de un hogar. Observó la cabellera pelirroja de su hermano riendo y chocando la mano con un cliente.
Sin duda había dejado atrás las brumas inciertas, el viento había cambiado y soplaban nuevos tiempos para Grace O’Malley.
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