LOS MORADORES DEL CRISTAL.
Las noches no estaban siendo fáciles, el frio roía los huesos, la nieve sepultaba las humildes casas sumiendolas en un sueño silencioso, convirtiendolas en un refugio infranqueable al inexorable avance del invierno.
Los que, como él, no tenian casa en propiedad, se hacinaban alrededor de exangües fogatas de tabernas y hosterías. Frente al calor de las llamas, se apretaban foráneos y forasteros y contaban sus peripecias a perfectos desconocidos. Como si al conservarse en la memoria colectiva, al perecer uno mismo ya fuese a volverse inmortal.
McQuinn y Angus soportaban el frio con los remedios de siempre: comer siempre que se pudiera para generar reservas, beber liquidos que los calentasen y moverse para disipar el frio.
Aquella noche un desconocido irrumpió en la posada abriendo la puerta de golpe, dejando entrar un vendaval de nieve tras él, interrumpiendo la familiar charla. Iba embotado en su manto con capucha. ¿Quién estaba tan loco como para aventurarse en la fria noche?
El hombre enlutado era alto, corpulento y lucia una densa melena negra que asomaba bajo la capucha.el cuello alto del tabardo ocultaba parte de su rostro. En su mano enguantada se mecia un saco que goteaba algo oscuro. La lanzó al centro de la estancia y con voz cavernosa dijo:
-han vuelto.-
El saco rodó hasta el centro y algunos se apartaron para que no les manchase los pies. De la bolsa salió rodando una cabeza humana horrenda, con la piel arrugada y largos colmillos afilados.
Los escoceses se miraron perplejos. Uno de los aldeanos, un hombre fuerte y grande se levantó.
-hay que pararlos o nos saquearán y matarán mientras dormimos.-
Se inició un acalorado debate a grandes voces. Algunos mostraban su desacuerdo, fruto seguramente de su cobardía. Otros apoyaban al herrero, el primero que se levantó dispuesto a cazar aquellos monstruos.
Stan se plantó en mitad del círculo y gritó con su vozarrón.
-¡¡sileeeeeencio!!!!. -la mayoria dejó de vociferar y lo miraron.- ¿que diablos son esas cosas?
El herrero se adelantó un paso.
- Son los moradores del cristal, antes eran hombres. Se perdieron en las montañas y practicaron canibalismo y magias ocuras. Ahora son demonios salvajes que matan y saquean todo cuanto encuentran a su paso. No sienten el frio y no hablan. Son como monstruos del infierno helado.-
Stan miró a Angus y éste le asintió.
-¿y como los matamos?.- inquirió. Los aldeanos ahogaron la sorpresa. aquellos dos hombres extranjeros no tenían por qué ir en su busca. No eran sus familias las que corrían peligro. No eran guardias de la ciudad,y no era su obligación darles muerte.
El herrero sonrió, contento de contar con aquellos dos compañeros recios. Un par de hombres más se unieron a ellos.
- hay que cortarles la cabeza. Es inútil tratar de perforar sus corazas, son de un metal helado muy duro. Luchan a pie, son rápidos y se camuflan entre las nieves. Los detectarás por su olor y por sus ojos.
Los escoceses asintieron, se cargaron sus claymore a la espalda, un hacha pequeña en el cinto, un pellejo de vino caliente y se envolvieron en unos mantos prestados, pues los suyos a cuadros de colores destacaban como la sangre en la nieve.
Partieron a caballo en la oscuridad, siguiendo al hombre del embozo negro. Tras montar durante un par de horas, cuando la noche engulló todo rastro de luz reconfortante, llegaron a un claro donde ataron los caballos. Siguieron a pie, sin hacer ruido, desplegados en abanico, ocultandose tras árboles y arbustos.
Stan miró hacia arriba, la luna menguante arrojaba poca luz, pero ésta se reflejaba en la nieve y se podia ver medianamente bien. Se agazapó pegando su cuerpo a un montículo de nieve, y se arrastró con los codos, moviéndose hacia donde había escuchado un sonido. Le hizo un gesto con los dedos a Angus, que asintió. Se entendían a la perfección. Asomaron las cabezas por el borde y divisaron un morador agazapado, comiendo entrañas de un ciervo abatido, cubierto de sangre. Stan se movió rápido, en círculo, evitando que lo viera y aguardó a sus espaldas. Angus se levantó entonces, y se quedó de pie, mirando fijamente al morador. Éste se irguió mirándolo y gruñó. Soltó la masa sanguinolenta y esgrimió un burdo machete. Todos sus músculos se tensaron como cuerdas de arco. Levantó los brazos y cuando iba a aullar para avisar a otros moradores, su cabeza rodó por el suelo.
Stan limpió a Barn (Sentencia en galés) en la nieve y agarró la cabeza, lanzándola tras el montículo. Regresarían a Ethelia con una buena colección de ellas.
El herrero y otro de sus compañeros habían dado cuenta de otro morador. El ánimo estaba subido. Pero de pronto algo cambió en el aire. Fue una sola fracción de segundo pero pudo olerlo.
- cuidado!!!!- gritó.
Una horda de moradores les cayó encima. Salían de todas partes, de los árboles, del suelo, de detrás de las dunas blancas. Eran más de veinte y ellos solo cinco.
El del embozo negro se movió con rapidez y describiendo un arco con su espada de dos manos, amputó la pierna de uno, que dejó de correr en seco. Lanzó un cuchillo certero a la cabeza de otro y ensartó con su metal a un tercero.
El herrero machacó una cabeza con su enorme martillo y lanzó hacia atrás a otro. Su compañero no corrió la misma suerte: un morador lo mordió en una pierna y su alarido se escuchó en todo el bosque.
Stan sajó otra cabeza más y lanzó su hacha a uno que iba por la espalda de Angus, que se afanaba en destripar y lanzar lejos de él a aquella basura humanoide.
La reyerta continuó en medio del fúnebre silencio. La nieve se teñia de rojo y sus propias manos tambien.
Varios moradores se agruparon para rodearlos entre gruñidos escalofriantes, mostrando sus colmillos que destilaban babas sanguinolentas. El compañero del herrero sollozaba sobre el manto blanco, desangrandose junto al cadaver del morador abatido por su amigo.
Cargaron sin orden, como bestias inmundas. Los escoceses, curtidos en combate, se pegaron espalda contra espalda y reventaron cabezas,ojos, piernas e intestinos. Sin piedad, sin aprensión, sin sentir nada más que el torrente de adrenalina de quien lucha por su vida.
Poco a poco se hizo el silencio y los últimos moradores se convulsionaron en el suelo, com un pavo sin cabeza. El herrero vomitó.
Sin cruzar ni una palabra, Stan recogió las cabezas una a una y las ató del pelo. Angus se echó al hombro al aldeano, no sin antes anudar con fuerza un torniquete en su pierna destrozada. Habria que amputarla y solo con mucha suerte sobreviviria. El hombre del embozo negro montó en su caballo y se alejó en otra dirección.
Los cuatro llegaron a la ciudad de nuevo. Se encaminaron al patio de armas y dejaron al herido alli, para que se hicieran cargo de él. Contestaron algunas preguntas de los guardias y dejaron el cargamento de cabezas en una carreta.
Stan echó una mirada furtiva a la torre, donde se había encendido una luz, con la apremiante necesidad de despertar a la sanadora.
Dio media vuelta y se alejó por el camino, en busca del calor de la posada.